Dean estaba en su cama, cubierto en sudor y sin aliento. Las sábanas poco hacían por cubrir su desnudez, algo que casi nunca hacía, aunque en ocasiones como esta se lo permitía, en especial desde que tenía una habitación para él solo.
«Solo»
Palabra corta y con gran significado que lo atormentaba en las noches. Noches como esta en la que despertaba empapado, no solo de sudor sino de otros fluidos que se mezclaban y elevaban un olor peculiar al ambiente. Esa madrugada en particular, no solo había ese olor sino también un aroma especial, uno que conocía perfectamente y que agradecía que cada vez que despertaba él ya no estuviera frente a su cama, mirándolo.
Dean se estiró hacia la mesa de noche sin preocuparse de que se le viera parte de la cadera y miró la hora.
3.25 am
La hora muerta.
La hora de lo paranormal.
La hora en que despertaba con el deseo casi frenético de estar con alguien... en especial. Sabía a quién quería tener, pero eso no sucedería, nunca. Porque no era correcto, porque estaba lejos de su alcance. Porque era lo más puro y limpio que jamás pudiera soñar tener; aun así, él era suyo. Suyo aunque no lo supiera y aunque el propio Dean nunca lo reconocería en voz alta, ni baja y mucho menos en sus pensamientos.
Porque él podría saber lo que pensaba, lo que deseaba en silencio...
«Idiota, él ya lo sabe»
Sí, lo sabía y por alguna maldita razón no hablaba de ello.
Nunca.
Agradecía infinitamente que fuera tan reservado y respetara su privacidad. Porque, a veces, se le hacía muy difícil evitar tener esos perversos deseos, sucios y prohibidos cuando estaba con él o solo.
Solo como esa noche, como siempre.
Dean se sentó al borde de la cama, cogió la camiseta que estaba en el suelo y se secó el sudor junto a los rastros de su indecencia; luego, la desechó al rincón y se tumbó hacia atrás en la cama mirando al techo que conocía perfectamente.
Sí tan solo él supiera.
«Él lo sabe, imbécil» reafirmó con malestar y vergüenza mientras se tapaba los ojos con el antebrazo.
Sin ánimos se levantó, se puso su bata favorita y fue a darse una ducha con agua fría. Al volver a su habitación, comprendió que ya no iba a volver a dormir y más porque la cama estaba toda mojada y eso sería asqueroso ahora que estaba limpio.
El pecho le dolía.
Ahí parado, comprendió que necesitaba decírselo.
—¿Pero cómo...?
Sonrió ante la idea que le vino y era perfecta.
Se sentó en su escritorio, prendió su computadora y revisó su lista de reproducción. Se colocó los auriculares y creó una lista especial. Una vez terminada, sonrió y lo pasó a un cassette.
Sí, ya no se usaba, pero qué diablos, él era de la vieja escuela.
—Listo, hoy se lo daré sin falta —dijo satisfecho en voz baja.
Esa lista le diría a Castiel todo lo que no se atrevía a decir en voz alta y sabía que lo entendería porque él siempre lo comprendía.
Siempre.
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